martes, 7 de junio de 2011

El negro no entiende

Estamos en el comedor estudiantil de una universidad alemana. 
Una alumna rubia e inequívocamente germana adquiere su bandeja con el menú en el mostrador 
del autoservicio y luego se sienta en una mesa. Entonces advierte que ha olvidado los cubiertos y 
vuelve a levantarse para cogerlos. Al regresar, descubre con estupor que un chico negro,
 probablemente subsahariano por su aspecto, se ha sentado en su lugar y está comiendo
 de su bandeja. 


De entrada, la muchacha se siente desconcertada y agredida; pero enseguida corrige 
su pensamiento y supone que el africano no está acostumbrado al sentido de la propiedad 
privada y de la intimidad del europeo, o incluso que quizá no disponga de dinero suficiente
 para pagarse la comida, aun siendo ésta barata para el elevado estándar de vida de 
nuestros ricos países. De modo que la chica decide sentarse frente al tipo y sonreírle 
amistosamente. A lo cual el africano contesta con otra blanca sonrisa. A continuación,
la alemana comienza a comer de la bandeja intentando aparentar la mayor normalidad
 y compartiéndola con exquisita generosidad y cortesía con el chico negro. Y así,
 él se toma la ensalada, ella apura la sopa, ambos pinchan paritariamente del mismo 
plato de estofado hasta acabarlo y uno da cuenta del yogur y la otra de la pieza de fruta.
 Todo ello trufado de múltiples sonrisas educadas, tímidas por parte del muchacho, 
suavemente alentadoras y comprensivas por parte de ella. 


Acabado el almuerzo, la alemana se levanta en busca de un café. Y entonces descubre, 
en la mesa vecina detrás de ella, su propio abrigo colocado sobre el respaldo de una silla 
y una bandeja de comida intacta. 


Dedico esta historia deliciosa, que además es auténtica, a todos aquellos españoles que,
 en el fondo, recelan de los inmigrantes y les consideran individuos inferiores. A todas esas
 personas que, aun bienintencionadas, les observan con condescendencia y paternalismo.
 Será mejor que nos libremos de los prejuicios o corremos el riesgo de hacer el mismo 
ridículo que la pobre alemana, que creía ser el colmo de la civilización mientras el africano, 
él sí inmensamente educado, la dejaba comer de su bandeja y tal vez pensaba:
 "Pero qué chiflados están los europeos".
Rosa Montero

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